miércoles, 24 de agosto de 2016

Retrato de Madrid

Retrato de Madrid

   Tac, tac, tac. Se tamborilea mi maleta amarilla por las calles adoquinadas de la capital española. Madrid, Madrid, siento que te he conocido desde siempre. No había visto hasta hoy tus edificios de otra época ni pintaba mi memoria los cuadros de la luz de este sol tuyo llenando de vida y colores las flores que aún se asoman entre las piedras y el concreto. Mientras avanzo a trompicones, un poco perdida entre tantas tiendas y cuerpos en movimiento acelerado, no me provoca hacer otra cosa que detenerme, detener la ciudad, detener el sol y el cielo, y sentarme frente a la Puerta del Sol, o en la Plaza Callao, y redactarle versos y versos a cada piedra, a cada hoja, a cada teja y ladrillo. No puedo comprender el hastío reflejado en los rostros de algunas personas. ¿Se agotan, acaso, de la belleza? ¿Son siquiera capaces de ver a Helena paseándose entre ellos con su vestido vaporoso y sus caireles de bronce? La han desterrado de sus memorias, pero no de la memoria de esta ciudad casi mitológica, histórica, artística. Hay arte en cada nube de Madrid, sus esquinas suenan a rock, a jazz y a flamenco. La literatura se esconde a la vista en las plazas: ningún español parece detenerse a contemplar, aunque sea por un par de minutos, a Cervantes erguido como un dios con Sancho y el Quijote a sus pies. Las flores blancas de los arbustos de la Plaza de las Cuatro Estaciones pasan casi más desapercibidas que la figura de Apolo que se yergue frente al Banco de España que está en remodelaciones. Una pequeña esperanza me calienta el alma al observar las largas filas que se forman para entrar a los museos, pero se desvanece cuando veo las obras llorando, lastimadas por los ojos que las ven sin observarlas, que se preocupan más por fotografiarlas -o fotografiarse ellos- que por sentirlas. Y quizá yo esté haciendo lo mismo. Ay, ay, que arraigada está la peste.
   Me he encontrado a Helena llorando en el Palacio de Cristal, en el Parque El Retiro, sentada en el círculo de luz que se forma en justo en el medio del recinto, creado por un Helios ansioso por estar siempre en todos lados, viéndolo todo, dejando ver todo. Los ojos diáfanos de Helena de clavan en los míos y cesan sus lágrimas. Me ve porque sabe que la veo. Se dibuja en su rostro la sonrisa más cálida que he visto jamás. Me acerco a ella y junta una de sus manos de marfil con las mías. Se me pone el mundo de cabeza y de repente ya no distingo entre ella y yo. ¿Somos la misma, somos lo mismo? Cierro los ojos y los abro en el interior de la catedral más magnífica que he visto jamás. Pero de algún modo no la veo desde afuera: estoy en cada vitral, en cada grabado, en cada escultura. El alma me canta Toledo, Toledo, y siento las voces del Quijote y el Cid gritar a través de mis venas. Me expando, me hago más inmensa, y ya han caminado mis pies y sentido mis manos las murallas del Alcázar, de las sinagogas y mezquitas, del hospital viejo y del puente que atraviesa el río. Y ahora me deslizo por un antiguo acueducto romano, en las piedras está labrado el nombre de Segovia. ¿Saben sus habitantes que en su Alcázar viven aún Juana la Loca y Felipe el Hermoso? ¿Saben que les gritan al oído sus historias, que les ruegan que no se olviden de su memoria? Nadie escucha las voces de Madrid. ¿Las escucho yo, acaso? ¿Me ha elegido Helena o la he elegido yo a ella? Sólo sé que no hay escapatoria. Me estaba esperando aquí, ahora lo entiendo. Es verdad que a Madrid la he conocido desde siempre: me la regaló ella el día que nací. Y estamos condenadas a esto, a sentirnos incompletas si no estamos juntas, a que no nos vean si no nos vemos. Pero está bien, acepto la encomienda. Seré la guardiana de su memoria, no permitiré que se pierda jamás. No estoy sola en esto, lo sé. Sé que hay otros como yo en alguna parte. Y, si Helios es bueno conmigo, permitirá que los vea, vaya a donde vaya.

                                                                                                               Madrid, 21 de agosto de 2016.

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