Vigo, Galicia, España.
Pεταλούδα
Me gusta pensar que las aves
enjauladas cantan porque están vivas. Imagino que sueñan con el oro sólido en
el cielo y con los diamantes líquidos que caen por las montañas y surcan las
praderas. Fantaseo con sus vidas pasadas, con que tuvieron padres que les
contaron de las hadas que habitan en los bosques, unas criaturas que poseen
alas hechas de pétalos y hojas que las clasifican según las estaciones: las de
tonos ocre son las hadas de otoño, las de pastel y acuarelas son las de
primavera, las de colores brillantes y vibrantes son las de verano y las más
raras, las de alas transparentes y tornasol, son las de invierno. Las hadas,
poseedores de una filosofía ancestral por contener sus alas todos los secretos
de Grecia, les cuentan a las aves que podrían no ser, que podrían nunca haber
sido pensadas por alguien y, por lo tanto, no se puede dar la creación por
descontada. Pero también las pudieron haber imaginado en otros sitios menos
hermosos, y entonces estarían habitando en parajes muertos, sin luz, ni colores,
ni música. Y cuando un ave enjaulada escucha la risa de alegría del niño que la
observa, que les pidió a sus padres un pedacito de naturaleza, sin maldad, con
la misma inocencia con la que arranca una flor de su arbusto para regalársela a
su madre, entonces le gusta ser símbolo de libertad, aunque esté presa. Le
gusta pensar que cuando el niño deje de ser niño la verá en su memoria y
entenderá lo que significa eso, ser libre, la filosofía, la creación, la
belleza, y entonces el alma de ese que en antaño fue niño será más amplia y
consciente. Y, mientras eso no ocurre, el niño le sonríe porque la ama con la
misma pureza que ama el mar al cielo. Entonces canta el ave enjaulada, porque
sabe que está viva.
Guatire, 10 de noviembre de 2016