domingo, 24 de abril de 2016

Del sol y las flores

Del sol y las flores
            Llevábamos varios meses viviendo en Madrid cuando nos fuimos de España. A los ocho años, mi hogar era una cama de colchón raído que compartía con mi madre, situada en una habitación a la que sólo podía accederse empujando una librera. Para mí era toda una aventura: sentía que vivía en un fuerte que me ocultaba de una guerra y todos los días me gustaba imaginarme soldados con fusiles pasando frente a la librera sin detenerse si quiera a contemplarla.
            Nuestro viaje ocurrió en mayo de 1940. El día que mi madre me comunicó que nos íbamos, ella había estado fuera del fuerte todo el día, cosa que casi nunca ocurría. Estaba dibujando flores rojas y un sol amarillo cuando regresó conmigo. Alabó mi dibujo y le pregunté si así se veía el sol hoy. Me dijo que no lo sabía, pero que pronto podría comprobarlo yo misma, porque abandonaríamos el fuerte. Le pregunté si los soldados ya no cargaban fusiles y me contestó que, al contrario, los soldados habían empezado a detenerse en la librera. Mi madre me seguía el juego de mucho agrado: evitaba demasiadas preguntas.
            Nunca conocí la identidad de la dueña del fuerte y sólo le vi el rostro dos veces: el día que llegamos desde Barcelona y el día del viaje, apenas una semana después de la conversación con mi madre. Ese día, para mi madre y para mí amaneció en la noche. Ella ya había organizado muy bien nuestras pocas cosas en un baúl y me había dejado fuera los lápices de colores y el cuaderno para que dibujes las flores de nuestro viaje. Recuerdo que las piernas me dolieron cuando bajaba las escaleras del edificio; sentía que las estaba moviendo por primera vez. Mi madre y yo nos montamos juntas en el asiento trasero de un coche que nos esperaba en la avenida y nos fuimos sin que pudiese contemplar ni una sola vez el sol de Madrid.
            La ciudad había desaparecido cuando abrí los ojos de nuevo. Tuve que cerrarlos de inmediato porque la luz me penetraba las pupilas. Me encontraba muy rara. Desconocía la sensación del sol reflejándose en mi piel, ese calor picante en mis brazos, el verme bañada por tanta luminosidad y ver a mi madre resplandeciendo también. Pero lo que más desconocía no era ese sol que llevaba meses dibujando en mis recuerdos, sino la sonrisa de mi madre, que iluminaba más que la estrella. Me tenía estrechada entre sus brazos a pesar de estar sudando y no podía dejar de darme besos en las mejillas, esas que me decía todo el tiempo le recordaban tanto a mi padre. La dibujé a ella pensando en él y en como su voz contándome algún cuento antes de dormir se me hacía tan lejana como los cañonazos que solía escuchar todos los días en mi casa en Barcelona. Le pregunté entonces a mi madre si ese era el destino del viaje, volver a casa con mi padre, y ella me respondió que el destino de algunos viajes es simplemente viajar. La respuesta debió satisfacerme, porque no indagué más en los motivos. Mientras el coche siguió rodando por esas carreteras anónimas, mi única preocupación fue que los baches no arruinaran mis dibujos.
            Al medio día nos detuvimos en una granja y pude verle entonces el rostro al conductor. Me lancé a sus brazos de inmediato: esos ojos del verde de las aceitunas que me traía mi papá para merendar sólo podían pertenecer a mi tío, que realmente no era mi tío, era el mejor amigo de mi madre. Pero, a esa edad, esa clase de matices carecen de importancia. Lo único que me importaba era lo mucho que lo quería y extrañaba: había dejado de verlo cuando nos fuimos de Barcelona. Le mostré mis dibujos y me dijo que había sido demasiado generosa con mi madre. Le respondí entre risas que el sol la dibujaba solo. Me senté en el pasto después de almorzar y observé a mi madre y a mi tío discutir con un objeto metálico en mano, parecía un arma. Me pregunté si mi tío sería un soldado. Al cabo de un rato, se abrazaron y regresaron conmigo. Nos montamos en el coche y continuó el camino, pero ya no dibujé más.
            Me faltaron colores para el atardecer. Naranja, rosa y amarillo se me hacían insuficientes. Me quejé con mi madre y entre risas me dijo que el hombre hace lo que puede frente a la naturaleza. Yo le dije que no entendía que tenía eso que ver, que yo lo que quería era más colores para pintar mejores atardeceres y ella me prometió entonces que los conseguiríamos en Portugal. Me enteré así de nuestro destino y aún hoy me pregunto si se refería a los colores o a los atardeceres. Ojalá estuviera ella viva para contestármelo.  
            Unos soldados nos detuvieron de repente. Mi tío frenó con naturalidad, como si se lo estuviera esperando. Los saludó en una lengua rara y les extendió unos papeles. Los miraron, se miraron y nos miraron. Mi tío se puso nervioso entonces, lo supe porque sus dedos tamborileaban sobre el volante. Torció el cuello y compartió media mirada con mi madre, que se había quedado estática. Los soldados nos pidieron entonces que nos bajáramos del coche y mi tío aceleró. Escuché cañonazos y pensé que mi mamá me había mentido para sorprenderme: habíamos regresado a Barcelona para ver a mi padre. Pero de lo siguiente que me acuerdo es de la mirada de aceitunas de mi tío viéndome desde arriba, inclinado sobre mi cama y resplandeciendo de una luz blanca que no era el sol y que no dejaba espacio a las sombras. El sol ya no brillaba porque mi madre ya no estaba. Y allí terminó mi viaje: había llegado a mi destino y, oficialmente, me había convertido en extranjera.
Guatire, 01 abril de 2016

domingo, 17 de abril de 2016

Irrevocable

Etiquetando esto me di cuenta de que tengo un gran conflicto con la poesía en prosa, porque la considero poesía y narrativa a la vez, a pesar de que estos géneros suelen clasificarse de opuestos. Y quizá me falte conocimiento de este género, o quizá tenga razón al pensar que las fronteras de los géneros están bastante difuminadas hoy en día. De todos modos no hay una manera correcta de leer, así que juzguen ustedes este texto como quieran. 

Irrevocable

Aún recuerdo el día en el que me di cuenta de que esto era irrevocable. Irrevocable. La sola palabra me hace temblar, por eso la conecto con ese instante, porque fue como un estremecimiento, y no uno completamente placentero. Quiero decir, sí lo fue, por supuesto, pero no sólo placentero. Placentero mezclado con algo más, un sentimiento indómito cuyo nombre no consigo en mi imaginario. Irrevocable y no irreversible, por cierto, porque asocio lo irreversible a ciertas tendencias que no me causan estremecimientos sino escalofríos, esos que me recorren la espina como latigazos de hielo, sin piedad, sin compasión. Y aquel momento no fue frío, no fue impío, no fue despiadado. Fue aterrador, sí, aterrador como lanzarme en paracaídas sin conocer el destino de aterrizaje, pero viéndome obligada a lanzarme porque si no me quedaría condenada a dar vueltas sin fin en un avión que carecía de porvenir. Debería preguntarme si desconocer donde posaría mis pies no es un poco estar sin porvenir también, pero al menos en ese caso sabía que abordaría en algún nuevo paraje, aunque fuese uno cuyo mapa no tenía —lo tenías tú y no estaba segura si lo compartirías conmigo. Pero que absurdo es tratar de buscar una justificación a mi salto, al final nunca hay un motivo para saltar, al menos yo nunca lo tengo. Salto porque mi corazón se acelera, mis pulmones se llenan de un aire pesado y las manos me tiemblan. Salto porque mis pies deciden saltar por mí. Salto porque la única señal que recibo de mi cerebro son los impulsos que me mueven a hacerlo. Y podría ser que ese fuera mi problema, pero cualquier razón lógica para saltar me parece ridícula, incluyendo las que yo misma acabo de dar. En fin no te puedo ofrecer explicaciones, ni a ti ni a nadie, así que espero que no las precises —yo no suelo precisarlas. Lo importante es que salté, aunque realmente no podría no haber saltado. Estaba obligada a hacerlo. Y fue irrevocable en el momento que lo hice. Algunos saltos tienen vuelta atrás —me he vuelto a subir a unos cuantos aviones—, pero este no era uno de esos. Lloré durante toda la caída. Había pasado demasiado tiempo de pie frente a la puerta abierta del avión, resistiéndome a dar un paso adelante. Me negaba a lanzarme porque esa no era la primera vez que me lanzaba. En todas esas veces anteriores, la pista de aterrizaje era un campo primaveral cubierto de flores como joyas y un sol que brillaba sin quemarme. Pero eventualmente el paisaje se tornaba hostil y tenía que escribir señales de auxilio con mi sangre para que el avión me recogiera. Mi llanto cesó cuando aterricé y te vi con el mapa en manos. Estábamos en la orilla de un mar de agua cristalina y olas picadas, de arenas claras y pequeños erizos. El sol brillaba fuerte y me quemaba un poco, pero me arrimaste a las sombras de una palmera de hojas amplias. Lo supe entonces, que el avión no vendría a por mí otra vez. Que iba a ser una travesía traicionera y peligrosa. Que íbamos a tener que andar con los ojos bien abiertos para no trastabillar. Que a veces tendríamos que agarrar con fuerza al otro para que no desfalleciera. Y lo supe, que era irrevocable. Y, por primera vez, no deseaba lo contrario.

Caracas, 15 de abril de 2016

sábado, 9 de abril de 2016

Au revoir, petite Amarie

Un cuento, una carta, un poema en prosa o un montón de palabras unidas en un único párrafo. No lo sé. Las barreras de los géneros no son siempre tan claras y a veces es divertido jugar con ellas, experimentar a ver que sale. Y esto salió:

Au revoir, petite Amarie
Mi recuerdo más antiguo de ti, Amarie, es de cuando teníamos ocho años. Estábamos en el patio de aquel primer albergue, ese que terminó destruido en manos de un incendio voraz provocado por una vela y una monja descuidada. Y aunque a sol de hoy la mayoría de imágenes de esa época se mezclan en mi memoria con fuego, humo y ardor, ese día en específico está puro, limpio de cualquier contaminación. Llevabas tus hebras de oro trenzadas a ambos lados de tu rostro, tus ojos de zafiro relucían en diversión, tus dulces labios se curvaban en una sonrisa. Te vestía el rosa de un vestido viejo, el negro de unas medias gastadas y el marrón de un abrigo remendado más de una vez. Tenías la vista perdida en el cielo inmenso, le sonreías a los primeros copos de nieve que veías caer en tu vida. Te pensabas sola, no tenías idea de que te observaba escondido detrás de unos barriles vacíos, al otro lado del patio. No te había visto antes, eras nueva, pero tampoco me faltó verte una vez más para caer rendido a tus pies, maravillado por toda la belleza que se encerraba en aquel pequeño cuerpo. Pasé semanas y semanas de pena inconfesable, queriendo hablarte, pensándote dormido, pero me ganó la cobardía. No lo hice, no te hablé, y unos meses más tarde, el edificio se consumió en llamas. Nos separamos entonces, y aunque no me conocías, aunque realmente yo tampoco te conocía, no te olvidé. Te llevé en el subconsciente durante toda mi adolescencia, buscándote errantemente en todas las chicas que parecían demostrar un mínimo de interés en mí. Viví de albergue en albergue hasta que cumplí dieciocho, cuando el anciano dueño de la zapatería más popular del barrio en el que había pasado los últimos seis años pareció apiadarse de mí y me acogió como aprendiz. Descubrí un talento inesperado y me convertí en un zapatero bastante más exitoso de lo que alguna vez planeé. El señor Ferdinard murió tres años después y me legó su negocio. No sé cómo me las arreglé para que no quebrara, no llevo la cuenta de los malabares interminables que tuve que hacer, pero lo conseguí. Para esa época, Amarie, ya no existías en mi consciente. Mi fracaso en el ámbito amoroso me llevó, de hecho, a desterrar a cualquier mujer de mis sueños realistas. Fue entonces cuando te volví a ver. Y aunque ya habían pasado incontables años desde la última vez que te dediqué un pensamiento intencionado, te reconocí. Las mismas hebras de oro, esta vez sueltas en tu espalda, los mismos ojos de zafiros, reluciendo con más trabajo, los mismos labios dulces, curvados ahora con una ligera timidez que tu versión infantil desconocía. Te vestía el blanco de un vestido de encaje, el azul marino de unas medias en buenas condiciones y el caramelo de un abrigo de paño. Tenías la vista fija en el negocio que estaba frente al mío, le sonreías a una pastelería coqueta de esas que hay por montones en el centro de París. Pero esa no era cualquier pastelería, era pastelería, la que habías comprado con el trabajo de una vida entera y los pocos ahorros que tu querida madre te dejó al morir de tifus. Reconocí tu regreso como una nueva oportunidad que el universo me estaba regalando para acercarme a ti, así que me tragué la pena inconfesable y, al día siguiente, decidí convertirme en tu primer cliente. Esto ya debes recordarlo, nuestra historia juntos empezó con ese golpe inusitado de valentía. Me invitaste a un café y unas pastas de «primer cliente» y me hablaste de tu vida, de cómo pasaste por un par de albergues más, de la primera familia abusiva que te acogió, del hombre que trató de secuestrarte y de la anciana solitaria que decidió que serías una buena compañía en sus últimos días de vida. Viviste con ella durante seis años, hasta que finalmente falleció. No era una mujer adinerada, no tenía más que la pequeña casita que compartían en Cannes, pero no habías dejado de trabajar un solo día de tu vida y un par de joyas de valor sí que te sirvieron para completar lo que te faltaba para la pastelería. Lo que más me impresionó de ti, Amarie, fue tu política de sonrisa irrompible. Me dijiste que te permitías llorar por las noches con la condición de levantarte sonriendo al día siguiente, porque estabas viva y sana, y eso era más de lo que muchas personas, tu querida madre sin ir más lejos, tenían. Comencé a cruzar la calle todos los días después de cerrar y nuestras charlas se volvieron más y más personales, hasta que derivaron en un inevitable beso, que derivó en una inevitable cita, que derivó en una inevitable noche juntos. Tantos días de trabajo, tantas tardes grises, tantas noches de desesperanza por fin tenían su recompensa. La vida no te hace sufrir en vano, me dijiste. Y te creí. Por eso compré el anillo que planeaba entregarte hoy, por eso escribo las palabras que planeaba decirte para pedirte que unieras tu alma con la mía para siempre. Pero cuando regresé de la joyería, lo único que encontré fue fuego, humo, ardor y tu cuerpo sin vida en medio de los escombros y las cenizas de lo que alguna vez fue pastelería. Lo supe entonces, Amarie, que tú no tenías razón, que a veces la vida simplemente es dura por serlo, que a veces el sufrimiento es en vano y las lágrimas se secan sin motivo. Te fuiste sin recompensa y el mundo siguió girando. No se detuvo. No hubo más que una reseña en el periódico hablando del incendio, un par de coronas de flores de clientes fieles y los murmullos de las señoras acerca de tu juventud, de tu belleza y de cómo tenías toda la vida por delante. Y ya está. Te enterraron, te olvidaron. Tu paso por el mundo se redujo a una lápida con tu nombre grabado. ¿Qué sentido tiene, Amarie, que siga yo aquí cuando sólo
vivía en ti? Cierto es que aún estás viva, cierto es que me convertiré en tu asesino esta noche, perdóname por eso. Pero es que ya he muerto. Adiós, pequeña Amarie.

Guatire, 24 de octubre de 2015

viernes, 1 de abril de 2016

Deseos

Deseos

 Para R.
No quiero ser una exiliada esta noche,
no quiero observar a Nix alejándose de mí
y quedarme ciega
en brazos del limbo.

No quiero ser una extranjera esta noche,
no quiero extrañar tus lunares familiares
y quedarme muda
con las palabras en Vicenza.

No quiero perderme esta noche,
no quiero desconocer mi mirada en la fuente
y quedarme aislada
observando deshojamientos en primavera.

No quiero que me falten las batallas esta noche,
no quiero ser una guerrera sin horizonte
y quedarme sorda
por las explosiones de tinta en las nubes.

No quiero vivir esta noche,
no quiero caminar sin destinos ni promesas
y quedarme desabrida
en medio de bulevares sin alma y calles apáticas.

No quiero morir esta noche,
no quiero que la razón me sea dada
y quedarme apagada
mientras tu anclas tu buque en mi puerto.

No quiero perder mi hogar esta noche,
no quiero errar sin brújula
y quedarme ausente
cuando estás trazando las estelas de mi camino.

No quiero enjaularme esta noche,
no quiero ser el pájaro que ya no canta
y quedarme sin alas
esperando que tu llave de mármol abra mi jaula de cartón.

Quiero que seamos la noche,
quiero que nuestras miradas sean la aurora
y quedarnos prendados en una estrella fugaz
rogando que nunca amanezca.

Caracas, 29 de marzo de 2016