Del sol y las flores
Llevábamos
varios meses viviendo en Madrid cuando nos fuimos de España. A los ocho años,
mi hogar era una cama de colchón raído que compartía con mi madre, situada en
una habitación a la que sólo podía accederse empujando una librera. Para mí era
toda una aventura: sentía que vivía en un fuerte que me ocultaba de una guerra y
todos los días me gustaba imaginarme soldados con fusiles pasando frente a la
librera sin detenerse si quiera a contemplarla.
Nuestro viaje ocurrió en mayo de
1940. El día que mi madre me comunicó que nos íbamos, ella había estado fuera
del fuerte todo el día, cosa que casi nunca ocurría. Estaba dibujando flores
rojas y un sol amarillo cuando regresó conmigo. Alabó mi dibujo y le pregunté
si así se veía el sol hoy. Me dijo que no lo sabía, pero que pronto podría
comprobarlo yo misma, porque abandonaríamos el fuerte. Le pregunté si los
soldados ya no cargaban fusiles y me contestó que, al contrario, los soldados
habían empezado a detenerse en la librera. Mi madre me seguía el juego de mucho
agrado: evitaba demasiadas preguntas.
Nunca conocí la identidad de la
dueña del fuerte y sólo le vi el rostro dos veces: el día que llegamos desde
Barcelona y el día del viaje, apenas una semana después de la conversación con
mi madre. Ese día, para mi madre y para mí amaneció en la noche. Ella ya había
organizado muy bien nuestras pocas cosas en un baúl y me había dejado fuera los
lápices de colores y el cuaderno para que
dibujes las flores de nuestro viaje. Recuerdo que las piernas me dolieron
cuando bajaba las escaleras del edificio; sentía que las estaba moviendo por
primera vez. Mi madre y yo nos montamos juntas en el asiento trasero de un
coche que nos esperaba en la avenida y nos fuimos sin que pudiese contemplar ni
una sola vez el sol de Madrid.
La ciudad había desaparecido cuando
abrí los ojos de nuevo. Tuve que cerrarlos de inmediato porque la luz me
penetraba las pupilas. Me encontraba muy rara. Desconocía la sensación del sol
reflejándose en mi piel, ese calor picante en mis brazos, el verme bañada por
tanta luminosidad y ver a mi madre resplandeciendo también. Pero lo que más
desconocía no era ese sol que llevaba meses dibujando en mis recuerdos, sino la
sonrisa de mi madre, que iluminaba más que la estrella. Me tenía estrechada
entre sus brazos a pesar de estar sudando y no podía dejar de darme besos en
las mejillas, esas que me decía todo el tiempo le recordaban tanto a mi padre.
La dibujé a ella pensando en él y en como su voz contándome algún cuento antes
de dormir se me hacía tan lejana como los cañonazos que solía escuchar todos
los días en mi casa en Barcelona. Le pregunté entonces a mi madre si ese era el
destino del viaje, volver a casa con mi padre, y ella me respondió que el
destino de algunos viajes es simplemente viajar. La respuesta debió
satisfacerme, porque no indagué más en los motivos. Mientras el coche siguió
rodando por esas carreteras anónimas, mi única preocupación fue que los baches
no arruinaran mis dibujos.
Al medio día nos detuvimos en una
granja y pude verle entonces el rostro al conductor. Me lancé a sus brazos de
inmediato: esos ojos del verde de las aceitunas que me traía mi papá para
merendar sólo podían pertenecer a mi tío, que realmente no era mi tío, era el
mejor amigo de mi madre. Pero, a esa edad, esa clase de matices carecen de importancia.
Lo único que me importaba era lo mucho que lo quería y extrañaba: había dejado
de verlo cuando nos fuimos de Barcelona. Le mostré mis dibujos y me dijo que
había sido demasiado generosa con mi madre. Le respondí entre risas que el sol
la dibujaba solo. Me senté en el pasto después de almorzar y observé a mi madre
y a mi tío discutir con un objeto metálico en mano, parecía un arma. Me
pregunté si mi tío sería un soldado. Al cabo de un rato, se abrazaron y
regresaron conmigo. Nos montamos en el coche y continuó el camino, pero ya no
dibujé más.
Me faltaron colores para el
atardecer. Naranja, rosa y amarillo se me hacían insuficientes. Me quejé con mi
madre y entre risas me dijo que el hombre hace lo que puede frente a la
naturaleza. Yo le dije que no entendía que tenía eso que ver, que yo lo que
quería era más colores para pintar mejores atardeceres y ella me prometió
entonces que los conseguiríamos en Portugal. Me enteré así de nuestro destino y
aún hoy me pregunto si se refería a los colores o a los atardeceres. Ojalá
estuviera ella viva para contestármelo.
Unos soldados nos detuvieron de
repente. Mi tío frenó con naturalidad, como si se lo estuviera esperando. Los
saludó en una lengua rara y les extendió unos papeles. Los miraron, se miraron
y nos miraron. Mi tío se puso nervioso entonces, lo supe porque sus dedos
tamborileaban sobre el volante. Torció el cuello y compartió media mirada con
mi madre, que se había quedado estática. Los soldados nos pidieron entonces que
nos bajáramos del coche y mi tío aceleró. Escuché cañonazos y pensé que mi mamá
me había mentido para sorprenderme: habíamos regresado a Barcelona para ver a
mi padre. Pero de lo siguiente que me acuerdo es de la mirada de aceitunas de
mi tío viéndome desde arriba, inclinado sobre mi cama y resplandeciendo de una
luz blanca que no era el sol y que no dejaba espacio a las sombras. El sol ya
no brillaba porque mi madre ya no estaba. Y allí terminó mi viaje: había
llegado a mi destino y, oficialmente, me había convertido en extranjera.
Guatire, 01 abril de 2016