miércoles, 25 de mayo de 2016

Ciudad suicida

Ciudad suicida
Las flores ya no cantan
en la ciudad suicida.
Los niños ya no iluminan,
no caminan las mujeres por las vías.
Se va cayendo el cielo,
se elevan las llamas del infierno,
plañen las aves
memorias de armas de hielo
y de hombres ciegos
que se escondían en pelotones de fusilamiento.
Susurran los ríos
cuentos de viejos,
de madres que saltaban de barrancos
huyendo de hogares hambrientos.
Se escucha el grito de los vientos,
tratando de advertir a los pobres
que el latón se puede abollar si llueve muy fuerte.
Y la tormenta no cesa,
y los pobres no escuchan:
les han pintado en las ventanas
una pradera de sol platinado,
oyen una música de versos oscuros
que ellos sienten muy claros.
¿Y quién le va a decir a los soldados
que no se ganan las guerras no declaradas?
¿Y quién le va a decir a las viudas
que mueren sus hijos por defender
una tierra sin hadas?
¿Y quién le va a decir a los jóvenes
que no hay esperanza para los que se matan?
¿Y quién le va a decir a la ciudad
que sus impulsos se curan confiando en la nada?
A veces desaparecen los historiadores,
espantados por las encrucijadas de los que mandan.
Entonces sólo quedan los poetas,
dispuestos a tomar de bala una palabra,
rezando en silencio
porque la ciudad jamás les dé el arma.

Guatire, 23 de mayo de 2016

sábado, 14 de mayo de 2016

En esta ciudad nadie es inocente

En esta ciudad nadie es inocente
Hay un mosquito en la ventana de la sala de Gabriela. Se acerca con sigilo, cuidando no espantarlo. El mosquito agita las delanteras patas blancas y las frota en un movimiento extraño que le concede la apariencia de estar tramando algo —¿contagiarla de zika, quizás?—Gabriela no le da tiempo de llevar a cabo sus planes secretos y estrella la mano contra la ventana con rapidez. El vidrio retumba un poco y la mano le palpita ligeramente, pero es en vano. Ha fallado y el mosquito ya no está. Abre la ventana con la esperanza de que el invasor abandone su hogar. Sonríe parcamente, es una madrugada sin calima.
Una camioneta de apariencia nueva y brillante surca la calle del frente, produciendo menos sonido que el respingo de sorpresa que da Gabriela al verla. «Coño, ¿por qué habrá seguido de largo?».
Pegado del vidrio del asiento de copiloto de la camioneta está el patas blancas que Gabriela no consiguió matar. Puertas adentro, una prostituta que se hace llamar Alessandra apunta con un arma al conductor de la camioneta, cuyas manos tiemblan sobre el volante. Eso no era lo que se esperaba cuando subió a la hermosa mujer a su vehículo. Alessandra, en cambio, tuvo muy claro lo que iba a hacer desde que le vio el rostro al hombre. Había estado esperando esa oportunidad durante meses.

Al papá de Alessandra lo habían matado a las doce de la noche del treinta y uno de diciembre del año pasado, en las puertas de su propia casa. Alessandra había visto todo escondida detrás de la ventana y cuando el disparo sonó, no gritó. No pudo hacerlo. En su lugar, se quedó estática, observando incógnitamente como escapaban los asesinos de su padre. Eran tres y a los tres les vio la cara en las penumbras, apenas iluminadas por las luces de navidad que los vecinos de su barrio no dejaban de poner jamás a pesar de la situación tan apretada. El que accionó el gatillo volvió la mirada a la ventana en la que Alessandra estaba, pero el juego de luces trabajó a su favor, porque el hombre sólo pudo ver su propio rostro reflejado en el cristal. Alessandra, en cambio, lo detalló con precisión.
Los gritos de su mamá y de los vecinos se perdieron entre los cohetes que anunciaban la llegada del nuevo año. Había unos pocos fuegos artificiales iluminando de colores el cielo caraqueño, pero Alessandra no los veía, no los escuchaba. Lo único que veía eran las facciones del asesino y lo único que escuchaba era ese otro cañón destinado a dejarla huérfana de padre.  A pesar de que lo único que conservaba del asesino era el recuerdo vívido de su figura, Alessandra se prometió no descansar hasta encontrarlo y vengar a su padre. Por él hacía lo que hacía, por él vendía su cuerpo y se extenuaba en las noches hasta drenar toda su energía y olvidar que la gente practica el sexo porque siente placer. Ella lo repetía tantas veces que llegaba un momento en que perdía toda clase de sentido y se convertía en un acto mecánico que ejecutaba sin pensar. Pero le pagaban bien —era joven y hermosa—, y aunque ganase menos, no habría sesgado sus esfuerzos. Sin ese dinero iban a matar a su papá.
Pero al final, aunque había reunido el dinero, lo habían matado de todos modos. Su sacrificio, que ocultaba con una sonrisa permanente a sus clientes y a sus padres, no había servido para nada. Le habían quitado lo que más amaba. La vida carecía de sentido, nada importaba. Y por eso iba a matar al maldito, para demostrárselo. A partir de entonces, cargó escondida en sus botas altas una pistola pequeñita que consiguió a cambio de un par de orgasmos, esperando pacientemente su oportunidad de ser usada. No tenía prisa, podría esperar años de ser necesario. La idea de la venganza le aportaba a su vida una sensación virtual de sentido. Además, no le preocupaba que la oportunidad no se diese, o que confundiese al asesino con algún inocente —«como si hubiese algún inocente en esta ciudad»—, conocía la mirada de los que requerían sus servicios y ese hombre la buscaría, tarde o temprano. Así funciona ananké. La vida es circular.
Y, efectivamente, la serpiente mordió su cola el 15 de abril. A pesar de haber aguardado el momento durante casi cuatro meses, no sacó la pistola hasta que se hubieron alejado bastante del lugar donde fue recogida. Con un movimiento demasiado veloz como para darle chance al asesino de que reaccionara, le clavó el cañón en la sien y le arrancó de la cintura el arma que llevaba. «Me vas a llevar a tu casa. Y reza por vivir acompañado. Si vives solo, te mueres tú», le dijo. El asesino no hizo preguntas y dirigió la camioneta hasta La Candelaria. Después de que pasaron frente a la esquina donde mataron a Bassil D’Costa, Alessandra le habló de nuevo: «Espero que este año nuevo te hayas echado una buena pea». El asesino, que no era bruto, entendió entonces. «A mí me mandaron a matarlo porque le debía un dinero al jefe», balbució, y por su manera de expresarse, Alessandra entendió que ese joven no era inculto y que posiblemente hubiese terminado enredado en el asunto porque, al igual que a su padre, su amor por Molly le había salido demasiado caro «Al jefe no le va a importar que yo me muera». Pero alguien tenía que pagar y Alessandra no estaba dispuesta a esperar más. Se le había agotado la paciencia. «En esta ciudad nadie es inocente». A la altura del Sambil de Bellas Artes, el asesino detuvo la camioneta. Alessandra estaba segura de que no vivía ahí, que estaba protegiendo a alguien, pero, en un arrebato de compasión, decidió cumplirle al asesino de su padre su último deseo y matarlo a él en lugar de a ese ser que protegía.

El patas blancas —que realizó todo el trayecto con ellos después de conseguir esconderse bajo los asientos traseros— sale de la camioneta justo antes de que Alessandra arranque y se vaya muy lejos de allí, dispuesta a no regresar jamás al escenario de su vendetta.
Vuela con tranquilidad, casi ajeno a todo lo ocurrido, y se posa aleatoriamente en una foto que se le había caído del bolsillo al asesino asesinado. El mosquito repite el movimiento que realizó momentos antes, ese que le hacía parecer poseedor de planes turbios.
En la foto se ve a una sonriente muchacha montada en la espalda del asesino asesinado, que también sonreía, incapaz en ese momento de predecir la manera en que terminarían sus días. La foto está llena de líneas de arrugas, prueba de la cantidad de tiempo que habían pasado de bolsillo en bolsillo. Aún se alcanza a leer, sin embargo, una pequeña dedicatoria escrita a mano con una preciosa caligrafía cursiva:
Para que me lleves siempre contigo.
                  Tu hermanita, Gabriela.

Guatire, abril de 2016.

domingo, 1 de mayo de 2016

La Isla

Me puse nostálgica hoy, así que he decidido subir el primer cuento "formal" que escribí, hace ya casi un año. Le tengo mucho cariño, tanto por haber sido el primero que escribí como por las circunstancias en las que lo hice.

Por cierto que releyéndolo lo encontré muy similar en forma a Cacería (http://palabrasdeapolo.blogspot.com/2016_03_01_archive.html), lo que me pareció divertido porque nunca se me ocurrió relacionarlos. Quizás ustedes sí lo hagan.


La Isla
Ella era una Isla. Cuando el nuevo Náufrago llegó, ya había otro habitándola. La estaba destrozando.
La Isla solía ser hermosa, con la arena blanca como las perlas, el mar turquesa como la piedra y calmo como el cielo, la vegetación de colores tan brillantes como el sol.
Al principio, el primer náufrago parecía ser el indicado, aquel que convertiría esa paradisíaca Isla virgen en una versión mejorada de sí misma, ideal, de fantasía. Por un tiempo, un tiempo precioso, la Isla y el náufrago vivieron en aquel sueño de felicidad y armonía.
Fue poco antes de que llegara el segundo Náufrago cuando la Isla despertó y abrió los ojos a la realidad, su opaca realidad. La arena de perlas parecía de tierra, el turquesa y calmo mar ahora era verde y tempestuoso, la vegetación hecha de luz se había convertido en oscuridad. Por eso, al principio, el instinto de la Isla fue desconfiar de la aparente bondad del segundo Náufrago. Y es que en silencio, casi en incógnito, en anónimo, el nuevo Náufrago empezó a pulir las perlas, a calmar las tempestades, a recuperar la luz. Y a la Isla le gustaba la manera en que lo hacía. Empezó a apreciar los cuidados, a admirar sus destrezas, a adorar sus obras mudas, hasta que se dio cuenta de que el primero debía irse. 
Lo echó con una ola gigantesca, tan grande y monstruosa que arrasó con parte de la labor que el segundo Náufrago había estado haciendo. 
Cuando el primero finalmente se fue, el segundo volvió a empezar con el trabajo. Paciente, dulce, dedicado, laborioso. Prontamente, la Isla recuperó su esplendor. Brillaba aún más.
La Isla supuso que el segundo Náufrago se quedaría con ella. La entendía, la apreciaba, la amaba. Era obvio, lógico, evidente. 
Pero el Náufrago no se quedó. 
Un día, cuando la Isla ya había decidido mantener al Náufrago con ella para siempre, un Barco apareció en las costas de turquesas. No era grande; era elegante, delicado, gracioso. La Isla no pudo evitar contemplarlo embelesada.
El Náufrago lo admiró también. 
El Barco atracó en la Isla e, inevitablemente, su belleza la embelleció. 
El hechizo pareció romperse. El Náufrago ya no le dedicaba a la Isla las mismas atenciones que le dedicaba antes. Ahora, el Barco ocupaba gran parte de su tiempo. Pero, por mucho que el Náufrago quisiera negarlo, la conexión entre él y la Isla seguía estando allí.
A pesar de que ella empezó a ensombrecerse poco a poco, había pequeños detalles del Náufrago que la hacían relucir, volver a la vida momentáneamente. Pero eran demasiado escasos, efímeros,
Finalmente, cuando a la Isla ya no le quedaban fuerzas para subsistir por sí misma, el Náufrago decidió que era momento de elegir.
–Te iras con él –Afirmó la Isla cuando el Náufrago le comunicó su determinación de decidir. 
–El Barco no necesita un náufrago –Intentó argumentar éste– Necesita un capitán.
Y tú estás dispuesto a convertirte en el suyo.
La Isla no necesitó confirmación para saber que había desnudado la verdad. El Náufrago y el Barco partieron juntos a la llegada de la etérea aurora de insomnio coral.
Durante lo que parecieron eones, la Isla vivió una tormenta eterna. Se recreó en su soledad y, en las escasas noches despejadas, se permitió reflexionar acerca de lo que significaba ser ella, hasta que entendió que la condena de la belleza es la incomprensión y la admiración silenciosa y distante. Sólo entonces la tormenta cesó y sus antiguos encantos reverdecieron de nuevo. Volvió a ser hermosa, pero distinta, más adusta, menos brillante.
No llegaron más náufragos a sus tierras, pero sí tuvo muchos visitantes que la contemplaron brevemente, como quien admira un cuadro o un poema. Ninguno consideró siquiera quedarse.
Fue durante un amanecer opalino, cuando a la Isla ya le gustaba su estado de perenne soledad introvertida, que el Náufrago regresó. Estaba mayor, más delgado, su rostro demacrado, sus ojos más sabios. De alguna manera, más hermoso. Al igual que la Isla, había soportado tormentas eternas que, al final, resultaron no serlo.
La Isla demostró su sorpresa de un modo algo dramático; hacía mucho tiempo que ya no se acordaba de lo que era sentir y fue más la emoción de sorprenderse que la aparición del Náufrago lo que la sacudió con la fuerza de un maremoto.
–No soy un capitán –Soltó el Náufrago, nada más llegar– Estando ya en alta mar, me di cuenta de que no podía capitanear nada porque yo mismo necesitaba quien me guiara. El Barco se convirtió en esa guía ansiada y prometió llevarme a dónde pertenecen los náufragos: las islas. Aporté en muchas, pero a ninguna embellecí como a ti, ninguna me embelleció como tú.
Y nada podría devolverle la pureza inicial al corazón de la Isla, ni eliminar las jornadas errantes del alma del Náufrago, pero en ese instante, juntos, fueron eternos.

Guatire, 5 de junio de 2015