Me puse nostálgica hoy, así que he decidido subir el primer cuento "formal" que escribí, hace ya casi un año. Le tengo mucho cariño, tanto por haber sido el primero que escribí como por las circunstancias en las que lo hice.
Por cierto que releyéndolo lo encontré muy similar en forma a Cacería (
http://palabrasdeapolo.blogspot.com/2016_03_01_archive.html), lo que me pareció divertido porque nunca se me ocurrió relacionarlos. Quizás ustedes sí lo hagan.
La Isla
Ella era
una Isla. Cuando el nuevo Náufrago llegó, ya había otro habitándola. La estaba destrozando.
La Isla
solía ser hermosa, con la arena blanca como las perlas, el mar turquesa como la
piedra y calmo como el cielo, la vegetación de colores tan brillantes como el
sol.
Al
principio, el primer náufrago parecía ser el indicado, aquel que convertiría
esa paradisíaca Isla virgen en una versión mejorada de sí misma, ideal, de
fantasía. Por un tiempo, un tiempo precioso, la Isla y el náufrago vivieron en
aquel sueño de felicidad y armonía.
Fue poco
antes de que llegara el segundo Náufrago cuando la Isla despertó y abrió los
ojos a la realidad, su opaca realidad. La arena de perlas parecía de tierra, el
turquesa y calmo mar ahora era verde y tempestuoso, la vegetación hecha de luz
se había convertido en oscuridad. Por eso, al principio, el instinto de la Isla
fue desconfiar de la aparente bondad del segundo Náufrago. Y es que en
silencio, casi en incógnito, en anónimo, el nuevo Náufrago empezó a pulir las
perlas, a calmar las tempestades, a recuperar la luz. Y a la Isla le gustaba la
manera en que lo hacía. Empezó a apreciar los cuidados, a admirar sus
destrezas, a adorar sus obras mudas, hasta que se dio cuenta de que el primero
debía irse.
Lo echó
con una ola gigantesca, tan grande y monstruosa que arrasó con parte de la
labor que el segundo Náufrago había estado haciendo.
Cuando el
primero finalmente se fue, el segundo volvió a empezar con el trabajo.
Paciente, dulce, dedicado, laborioso. Prontamente, la Isla recuperó su
esplendor. Brillaba aún más.
La Isla
supuso que el segundo Náufrago se quedaría con ella. La entendía, la apreciaba,
la amaba. Era obvio, lógico, evidente.
Pero el
Náufrago no se quedó.
Un día,
cuando la Isla ya había decidido mantener al Náufrago con ella para siempre, un
Barco apareció en las costas de turquesas. No era grande; era elegante,
delicado, gracioso. La Isla no pudo evitar contemplarlo embelesada.
El
Náufrago lo admiró también.
El Barco
atracó en la Isla e, inevitablemente, su belleza la embelleció.
El hechizo
pareció romperse. El Náufrago ya no le dedicaba a la Isla las mismas atenciones
que le dedicaba antes. Ahora, el Barco ocupaba gran parte de su tiempo. Pero,
por mucho que el Náufrago quisiera negarlo, la conexión entre él y la Isla
seguía estando allí.
A pesar de
que ella empezó a ensombrecerse poco a poco, había pequeños detalles del
Náufrago que la hacían relucir, volver a la vida momentáneamente. Pero eran demasiado escasos, efímeros,
Finalmente,
cuando a la Isla ya no le quedaban fuerzas para subsistir por sí misma, el
Náufrago decidió que era momento de elegir.
–Te iras
con él –Afirmó la Isla cuando el Náufrago le comunicó su determinación de
decidir.
–El Barco
no necesita un náufrago –Intentó argumentar éste– Necesita un capitán.
–Y tú estás dispuesto a convertirte en el suyo.
La Isla no necesitó confirmación para saber que había
desnudado la verdad. El Náufrago y el Barco partieron juntos a la llegada de la
etérea aurora de insomnio coral.
Durante lo que parecieron eones, la Isla vivió una tormenta
eterna. Se recreó en su soledad y, en las escasas noches despejadas, se
permitió reflexionar acerca de lo que significaba ser ella, hasta que entendió
que la condena de la belleza es la incomprensión y la admiración silenciosa y
distante. Sólo entonces la tormenta cesó y sus antiguos encantos reverdecieron
de nuevo. Volvió a ser hermosa, pero distinta, más adusta, menos brillante.
No
llegaron más náufragos a sus tierras, pero sí tuvo muchos visitantes que la
contemplaron brevemente, como quien admira un cuadro o un poema. Ninguno
consideró siquiera quedarse.
Fue
durante un amanecer opalino, cuando a la Isla ya le gustaba su estado de
perenne soledad introvertida, que el Náufrago regresó. Estaba mayor, más
delgado, su rostro demacrado, sus ojos más sabios. De alguna manera, más
hermoso. Al igual que la Isla, había soportado tormentas eternas que, al final,
resultaron no serlo.
La Isla
demostró su sorpresa de un modo algo dramático; hacía mucho tiempo que ya no se
acordaba de lo que era sentir y fue más la emoción de sorprenderse que la
aparición del Náufrago lo que la sacudió con la fuerza de un maremoto.
–No soy un
capitán –Soltó el Náufrago, nada más llegar– Estando ya en alta mar, me di
cuenta de que no podía capitanear nada porque yo mismo necesitaba quien me
guiara. El Barco se convirtió en esa guía ansiada y prometió llevarme a dónde
pertenecen los náufragos: las islas. Aporté en muchas, pero a ninguna embellecí
como a ti, ninguna me embelleció como tú.
Y nada
podría devolverle la pureza inicial al corazón de la Isla, ni eliminar las
jornadas errantes del alma del Náufrago, pero en ese instante, juntos, fueron
eternos.
Guatire, 5 de junio de 2015