sábado, 9 de abril de 2016

Au revoir, petite Amarie

Un cuento, una carta, un poema en prosa o un montón de palabras unidas en un único párrafo. No lo sé. Las barreras de los géneros no son siempre tan claras y a veces es divertido jugar con ellas, experimentar a ver que sale. Y esto salió:

Au revoir, petite Amarie
Mi recuerdo más antiguo de ti, Amarie, es de cuando teníamos ocho años. Estábamos en el patio de aquel primer albergue, ese que terminó destruido en manos de un incendio voraz provocado por una vela y una monja descuidada. Y aunque a sol de hoy la mayoría de imágenes de esa época se mezclan en mi memoria con fuego, humo y ardor, ese día en específico está puro, limpio de cualquier contaminación. Llevabas tus hebras de oro trenzadas a ambos lados de tu rostro, tus ojos de zafiro relucían en diversión, tus dulces labios se curvaban en una sonrisa. Te vestía el rosa de un vestido viejo, el negro de unas medias gastadas y el marrón de un abrigo remendado más de una vez. Tenías la vista perdida en el cielo inmenso, le sonreías a los primeros copos de nieve que veías caer en tu vida. Te pensabas sola, no tenías idea de que te observaba escondido detrás de unos barriles vacíos, al otro lado del patio. No te había visto antes, eras nueva, pero tampoco me faltó verte una vez más para caer rendido a tus pies, maravillado por toda la belleza que se encerraba en aquel pequeño cuerpo. Pasé semanas y semanas de pena inconfesable, queriendo hablarte, pensándote dormido, pero me ganó la cobardía. No lo hice, no te hablé, y unos meses más tarde, el edificio se consumió en llamas. Nos separamos entonces, y aunque no me conocías, aunque realmente yo tampoco te conocía, no te olvidé. Te llevé en el subconsciente durante toda mi adolescencia, buscándote errantemente en todas las chicas que parecían demostrar un mínimo de interés en mí. Viví de albergue en albergue hasta que cumplí dieciocho, cuando el anciano dueño de la zapatería más popular del barrio en el que había pasado los últimos seis años pareció apiadarse de mí y me acogió como aprendiz. Descubrí un talento inesperado y me convertí en un zapatero bastante más exitoso de lo que alguna vez planeé. El señor Ferdinard murió tres años después y me legó su negocio. No sé cómo me las arreglé para que no quebrara, no llevo la cuenta de los malabares interminables que tuve que hacer, pero lo conseguí. Para esa época, Amarie, ya no existías en mi consciente. Mi fracaso en el ámbito amoroso me llevó, de hecho, a desterrar a cualquier mujer de mis sueños realistas. Fue entonces cuando te volví a ver. Y aunque ya habían pasado incontables años desde la última vez que te dediqué un pensamiento intencionado, te reconocí. Las mismas hebras de oro, esta vez sueltas en tu espalda, los mismos ojos de zafiros, reluciendo con más trabajo, los mismos labios dulces, curvados ahora con una ligera timidez que tu versión infantil desconocía. Te vestía el blanco de un vestido de encaje, el azul marino de unas medias en buenas condiciones y el caramelo de un abrigo de paño. Tenías la vista fija en el negocio que estaba frente al mío, le sonreías a una pastelería coqueta de esas que hay por montones en el centro de París. Pero esa no era cualquier pastelería, era pastelería, la que habías comprado con el trabajo de una vida entera y los pocos ahorros que tu querida madre te dejó al morir de tifus. Reconocí tu regreso como una nueva oportunidad que el universo me estaba regalando para acercarme a ti, así que me tragué la pena inconfesable y, al día siguiente, decidí convertirme en tu primer cliente. Esto ya debes recordarlo, nuestra historia juntos empezó con ese golpe inusitado de valentía. Me invitaste a un café y unas pastas de «primer cliente» y me hablaste de tu vida, de cómo pasaste por un par de albergues más, de la primera familia abusiva que te acogió, del hombre que trató de secuestrarte y de la anciana solitaria que decidió que serías una buena compañía en sus últimos días de vida. Viviste con ella durante seis años, hasta que finalmente falleció. No era una mujer adinerada, no tenía más que la pequeña casita que compartían en Cannes, pero no habías dejado de trabajar un solo día de tu vida y un par de joyas de valor sí que te sirvieron para completar lo que te faltaba para la pastelería. Lo que más me impresionó de ti, Amarie, fue tu política de sonrisa irrompible. Me dijiste que te permitías llorar por las noches con la condición de levantarte sonriendo al día siguiente, porque estabas viva y sana, y eso era más de lo que muchas personas, tu querida madre sin ir más lejos, tenían. Comencé a cruzar la calle todos los días después de cerrar y nuestras charlas se volvieron más y más personales, hasta que derivaron en un inevitable beso, que derivó en una inevitable cita, que derivó en una inevitable noche juntos. Tantos días de trabajo, tantas tardes grises, tantas noches de desesperanza por fin tenían su recompensa. La vida no te hace sufrir en vano, me dijiste. Y te creí. Por eso compré el anillo que planeaba entregarte hoy, por eso escribo las palabras que planeaba decirte para pedirte que unieras tu alma con la mía para siempre. Pero cuando regresé de la joyería, lo único que encontré fue fuego, humo, ardor y tu cuerpo sin vida en medio de los escombros y las cenizas de lo que alguna vez fue pastelería. Lo supe entonces, Amarie, que tú no tenías razón, que a veces la vida simplemente es dura por serlo, que a veces el sufrimiento es en vano y las lágrimas se secan sin motivo. Te fuiste sin recompensa y el mundo siguió girando. No se detuvo. No hubo más que una reseña en el periódico hablando del incendio, un par de coronas de flores de clientes fieles y los murmullos de las señoras acerca de tu juventud, de tu belleza y de cómo tenías toda la vida por delante. Y ya está. Te enterraron, te olvidaron. Tu paso por el mundo se redujo a una lápida con tu nombre grabado. ¿Qué sentido tiene, Amarie, que siga yo aquí cuando sólo
vivía en ti? Cierto es que aún estás viva, cierto es que me convertiré en tu asesino esta noche, perdóname por eso. Pero es que ya he muerto. Adiós, pequeña Amarie.

Guatire, 24 de octubre de 2015

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