Etiquetando esto me di cuenta de que tengo un gran conflicto con la poesía en prosa, porque la considero poesía y narrativa a la vez, a pesar de que estos géneros suelen clasificarse de opuestos. Y quizá me falte conocimiento de este género, o quizá tenga razón al pensar que las fronteras de los géneros están bastante difuminadas hoy en día. De todos modos no hay una manera correcta de leer, así que juzguen ustedes este texto como quieran.
Irrevocable
Aún recuerdo el día en
el que me di cuenta de que esto era irrevocable. Irrevocable. La sola palabra
me hace temblar, por eso la conecto con ese instante, porque fue como un
estremecimiento, y no uno completamente placentero. Quiero decir, sí lo fue,
por supuesto, pero no sólo placentero. Placentero mezclado con algo más, un
sentimiento indómito cuyo nombre no consigo en mi imaginario. Irrevocable y no
irreversible, por cierto, porque asocio lo irreversible a ciertas tendencias
que no me causan estremecimientos sino escalofríos, esos que me recorren la
espina como latigazos de hielo, sin piedad, sin compasión. Y aquel momento no
fue frío, no fue impío, no fue despiadado. Fue aterrador, sí, aterrador como
lanzarme en paracaídas sin conocer el destino de aterrizaje, pero viéndome
obligada a lanzarme porque si no me quedaría condenada a dar vueltas sin fin en
un avión que carecía de porvenir. Debería preguntarme si desconocer donde
posaría mis pies no es un poco estar sin porvenir también, pero al menos en ese
caso sabía que abordaría en algún nuevo paraje, aunque fuese uno cuyo mapa no
tenía —lo tenías tú y no estaba segura si lo compartirías conmigo. Pero que
absurdo es tratar de buscar una justificación a mi salto, al final nunca hay un
motivo para saltar, al menos yo nunca lo tengo. Salto porque mi corazón se
acelera, mis pulmones se llenan de un aire pesado y las manos me tiemblan.
Salto porque mis pies deciden saltar por mí. Salto porque la única señal que
recibo de mi cerebro son los impulsos que me mueven a hacerlo. Y podría ser que
ese fuera mi problema, pero cualquier razón lógica para saltar me parece
ridícula, incluyendo las que yo misma acabo de dar. En fin no te puedo ofrecer
explicaciones, ni a ti ni a nadie, así que espero que no las precises —yo no
suelo precisarlas. Lo importante es que salté, aunque realmente no podría no
haber saltado. Estaba obligada a hacerlo. Y fue irrevocable en el momento que lo
hice. Algunos saltos tienen vuelta atrás —me he vuelto a subir a unos cuantos
aviones—, pero este no era uno de esos. Lloré durante toda la caída. Había
pasado demasiado tiempo de pie frente a la puerta abierta del avión,
resistiéndome a dar un paso adelante. Me negaba a lanzarme porque esa no era la
primera vez que me lanzaba. En todas esas veces anteriores, la pista de
aterrizaje era un campo primaveral cubierto de flores como joyas y un sol que
brillaba sin quemarme. Pero eventualmente el paisaje se tornaba hostil y tenía
que escribir señales de auxilio con mi sangre para que el avión me recogiera.
Mi llanto cesó cuando aterricé y te vi con el mapa en manos. Estábamos en la
orilla de un mar de agua cristalina y olas picadas, de arenas claras y pequeños
erizos. El sol brillaba fuerte y me quemaba un poco, pero me arrimaste a las
sombras de una palmera de hojas amplias. Lo supe entonces, que el avión no
vendría a por mí otra vez. Que iba a ser una travesía traicionera y peligrosa.
Que íbamos a tener que andar con los ojos bien abiertos para no trastabillar.
Que a veces tendríamos que agarrar con fuerza al otro para que no
desfalleciera. Y lo supe, que era irrevocable. Y, por primera vez, no deseaba
lo contrario.
Caracas, 15 de abril de 2016
Me gusta mucho este texto. A mi me parece poesía en prosa, pero no puedo articular un porque y a veces uno piensa: que tanto puede importar como se clasifique un texto. Al final, te gusta o no, valga lo terriblemente simple. Supongo que me sale estudiar...
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