domingo, 17 de abril de 2016

Irrevocable

Etiquetando esto me di cuenta de que tengo un gran conflicto con la poesía en prosa, porque la considero poesía y narrativa a la vez, a pesar de que estos géneros suelen clasificarse de opuestos. Y quizá me falte conocimiento de este género, o quizá tenga razón al pensar que las fronteras de los géneros están bastante difuminadas hoy en día. De todos modos no hay una manera correcta de leer, así que juzguen ustedes este texto como quieran. 

Irrevocable

Aún recuerdo el día en el que me di cuenta de que esto era irrevocable. Irrevocable. La sola palabra me hace temblar, por eso la conecto con ese instante, porque fue como un estremecimiento, y no uno completamente placentero. Quiero decir, sí lo fue, por supuesto, pero no sólo placentero. Placentero mezclado con algo más, un sentimiento indómito cuyo nombre no consigo en mi imaginario. Irrevocable y no irreversible, por cierto, porque asocio lo irreversible a ciertas tendencias que no me causan estremecimientos sino escalofríos, esos que me recorren la espina como latigazos de hielo, sin piedad, sin compasión. Y aquel momento no fue frío, no fue impío, no fue despiadado. Fue aterrador, sí, aterrador como lanzarme en paracaídas sin conocer el destino de aterrizaje, pero viéndome obligada a lanzarme porque si no me quedaría condenada a dar vueltas sin fin en un avión que carecía de porvenir. Debería preguntarme si desconocer donde posaría mis pies no es un poco estar sin porvenir también, pero al menos en ese caso sabía que abordaría en algún nuevo paraje, aunque fuese uno cuyo mapa no tenía —lo tenías tú y no estaba segura si lo compartirías conmigo. Pero que absurdo es tratar de buscar una justificación a mi salto, al final nunca hay un motivo para saltar, al menos yo nunca lo tengo. Salto porque mi corazón se acelera, mis pulmones se llenan de un aire pesado y las manos me tiemblan. Salto porque mis pies deciden saltar por mí. Salto porque la única señal que recibo de mi cerebro son los impulsos que me mueven a hacerlo. Y podría ser que ese fuera mi problema, pero cualquier razón lógica para saltar me parece ridícula, incluyendo las que yo misma acabo de dar. En fin no te puedo ofrecer explicaciones, ni a ti ni a nadie, así que espero que no las precises —yo no suelo precisarlas. Lo importante es que salté, aunque realmente no podría no haber saltado. Estaba obligada a hacerlo. Y fue irrevocable en el momento que lo hice. Algunos saltos tienen vuelta atrás —me he vuelto a subir a unos cuantos aviones—, pero este no era uno de esos. Lloré durante toda la caída. Había pasado demasiado tiempo de pie frente a la puerta abierta del avión, resistiéndome a dar un paso adelante. Me negaba a lanzarme porque esa no era la primera vez que me lanzaba. En todas esas veces anteriores, la pista de aterrizaje era un campo primaveral cubierto de flores como joyas y un sol que brillaba sin quemarme. Pero eventualmente el paisaje se tornaba hostil y tenía que escribir señales de auxilio con mi sangre para que el avión me recogiera. Mi llanto cesó cuando aterricé y te vi con el mapa en manos. Estábamos en la orilla de un mar de agua cristalina y olas picadas, de arenas claras y pequeños erizos. El sol brillaba fuerte y me quemaba un poco, pero me arrimaste a las sombras de una palmera de hojas amplias. Lo supe entonces, que el avión no vendría a por mí otra vez. Que iba a ser una travesía traicionera y peligrosa. Que íbamos a tener que andar con los ojos bien abiertos para no trastabillar. Que a veces tendríamos que agarrar con fuerza al otro para que no desfalleciera. Y lo supe, que era irrevocable. Y, por primera vez, no deseaba lo contrario.

Caracas, 15 de abril de 2016

1 comentario:

  1. Me gusta mucho este texto. A mi me parece poesía en prosa, pero no puedo articular un porque y a veces uno piensa: que tanto puede importar como se clasifique un texto. Al final, te gusta o no, valga lo terriblemente simple. Supongo que me sale estudiar...

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