En esta ciudad nadie es
inocente
Hay un mosquito en la
ventana de la sala de Gabriela. Se acerca con sigilo, cuidando no espantarlo. El
mosquito agita las delanteras patas blancas y las frota en un movimiento
extraño que le concede la apariencia de estar tramando algo —¿contagiarla de
zika, quizás?—Gabriela no le da tiempo de llevar a cabo sus planes secretos y estrella
la mano contra la ventana con rapidez. El vidrio retumba un poco y la mano le
palpita ligeramente, pero es en vano. Ha fallado y el mosquito ya no está. Abre
la ventana con la esperanza de que el invasor abandone su hogar. Sonríe
parcamente, es una madrugada sin calima.
Una camioneta de
apariencia nueva y brillante surca la calle del frente, produciendo menos
sonido que el respingo de sorpresa que da Gabriela al verla. «Coño, ¿por qué habrá seguido de largo?».
Pegado del vidrio del
asiento de copiloto de la camioneta está el patas
blancas que Gabriela no consiguió matar. Puertas adentro, una prostituta que
se hace llamar Alessandra apunta con un arma al conductor de la camioneta,
cuyas manos tiemblan sobre el volante. Eso no era lo que se esperaba cuando
subió a la hermosa mujer a su vehículo. Alessandra, en cambio, tuvo muy claro
lo que iba a hacer desde que le vio el rostro al hombre. Había estado esperando
esa oportunidad durante meses.
Al papá de Alessandra
lo habían matado a las doce de la noche del treinta y uno de diciembre del año
pasado, en las puertas de su propia casa. Alessandra había visto todo escondida
detrás de la ventana y cuando el disparo sonó, no gritó. No pudo hacerlo. En su
lugar, se quedó estática, observando incógnitamente como escapaban los asesinos
de su padre. Eran tres y a los tres les vio la cara en las penumbras, apenas
iluminadas por las luces de navidad que los vecinos de su barrio no dejaban de
poner jamás a pesar de la situación tan apretada. El que accionó el gatillo
volvió la mirada a la ventana en la que Alessandra estaba, pero el juego de
luces trabajó a su favor, porque el hombre sólo pudo ver su propio rostro
reflejado en el cristal. Alessandra, en cambio, lo detalló con precisión.
Los gritos de su mamá
y de los vecinos se perdieron entre los cohetes que anunciaban la llegada del
nuevo año. Había unos pocos fuegos artificiales iluminando de colores el cielo
caraqueño, pero Alessandra no los veía, no los escuchaba. Lo único que veía
eran las facciones del asesino y lo único que escuchaba era ese otro cañón destinado
a dejarla huérfana de padre. A pesar de
que lo único que conservaba del asesino era el recuerdo vívido de su figura,
Alessandra se prometió no descansar hasta encontrarlo y vengar a su padre. Por
él hacía lo que hacía, por él vendía su cuerpo y se extenuaba en las noches
hasta drenar toda su energía y olvidar que la gente practica el sexo porque
siente placer. Ella lo repetía tantas veces que llegaba un momento en que
perdía toda clase de sentido y se convertía en un acto mecánico que ejecutaba
sin pensar. Pero le pagaban bien —era joven y hermosa—, y aunque ganase menos,
no habría sesgado sus esfuerzos. Sin ese dinero iban a matar a su papá.
Pero al final, aunque
había reunido el dinero, lo habían matado de todos modos. Su sacrificio, que
ocultaba con una sonrisa permanente a sus clientes y a sus padres, no había
servido para nada. Le habían quitado lo que más amaba. La vida carecía de
sentido, nada importaba. Y por eso iba a matar al maldito, para demostrárselo. A
partir de entonces, cargó escondida en sus botas altas una pistola pequeñita
que consiguió a cambio de un par de orgasmos, esperando pacientemente su
oportunidad de ser usada. No tenía prisa, podría esperar años de ser necesario.
La idea de la venganza le aportaba a su vida una sensación virtual de sentido.
Además, no le preocupaba que la oportunidad no se diese, o que confundiese al
asesino con algún inocente —«como si
hubiese algún inocente en esta ciudad»—, conocía la mirada de los que
requerían sus servicios y ese hombre la buscaría, tarde o temprano. Así
funciona ananké. La vida es circular.
Y, efectivamente, la
serpiente mordió su cola el 15 de abril. A pesar de haber aguardado el momento
durante casi cuatro meses, no sacó la pistola hasta que se hubieron alejado
bastante del lugar donde fue recogida. Con un movimiento demasiado veloz como
para darle chance al asesino de que reaccionara, le clavó el cañón en la sien y
le arrancó de la cintura el arma que llevaba. «Me vas a llevar a tu casa. Y
reza por vivir acompañado. Si vives solo, te mueres tú», le dijo. El asesino no
hizo preguntas y dirigió la camioneta hasta La Candelaria. Después de que
pasaron frente a la esquina donde mataron a Bassil D’Costa, Alessandra le habló
de nuevo: «Espero que este año nuevo te hayas echado una buena pea». El
asesino, que no era bruto, entendió entonces. «A mí me mandaron a matarlo
porque le debía un dinero al jefe», balbució, y por su manera de expresarse,
Alessandra entendió que ese joven no era inculto y que posiblemente hubiese
terminado enredado en el asunto porque, al igual que a su padre, su amor por
Molly le había salido demasiado caro «Al jefe no le va a importar que yo me
muera». Pero alguien tenía que pagar y Alessandra no estaba dispuesta a esperar
más. Se le había agotado la paciencia. «En
esta ciudad nadie es inocente». A la altura del Sambil de Bellas Artes, el
asesino detuvo la camioneta. Alessandra estaba segura de que no vivía ahí, que
estaba protegiendo a alguien, pero, en un arrebato de compasión, decidió
cumplirle al asesino de su padre su último deseo y matarlo a él en lugar de a
ese ser que protegía.
El patas blancas —que realizó todo el
trayecto con ellos después de conseguir esconderse bajo los asientos traseros—
sale de la camioneta justo antes de que Alessandra arranque y se vaya muy lejos
de allí, dispuesta a no regresar jamás al escenario de su vendetta.
Vuela con
tranquilidad, casi ajeno a todo lo ocurrido, y se posa aleatoriamente en una
foto que se le había caído del bolsillo al asesino asesinado. El mosquito
repite el movimiento que realizó momentos antes, ese que le hacía parecer poseedor
de planes turbios.
En
la foto se ve a una sonriente muchacha montada en la espalda del asesino
asesinado, que también sonreía, incapaz en ese momento de predecir la manera en
que terminarían sus días. La foto está llena de líneas de arrugas, prueba de la
cantidad de tiempo que habían pasado de bolsillo en bolsillo. Aún se alcanza a
leer, sin embargo, una pequeña dedicatoria escrita a mano con una preciosa
caligrafía cursiva:
Para que me lleves siempre contigo.
Tu hermanita, Gabriela.
Guatire, abril de 2016.
Felicitaciones!
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